jueves, 29 de marzo de 2012

CUANDO LAS BRUJAS BAILABAN EN CANSOLES (Mª Lilian Espadas Antón)


Al ilustre escritor don Julio Caro Baroja, especialista en brujería y efectos paranormales, no le sorprendió en absoluto cuando le conté que la noble Villa de Guardo arrastraba desde los albores de la Edad Media una tradición de Brujas profundamente arraigada. No solo en Guardo, si no también en las cercanas comarcas leonesas y santanderinas.
De todos era bien conocido que las brujas vivían en las Cuevas de Erro,- arroyuelo que separa Guardo y la Espina, siendo también el límite entre Palencia y León-  y que en las noches de luna llena celebraban sus bailes enloquecidos en los Campos de Cansoles de Guardo, muy cercanos a las Cuevas y al arroyuelo del Erro.
Estos campos, eran paso obligado para los feriantes de ganado, artesanos y buhoneros que llevaban sus mercancías a los cercanos mercados de León.
Por esto, más de un arriero aseguraba despavorido haberlas visto bailar.
Así pasaban los años, con las brujas bien presentes, hasta tal punto que, si en una familia una niña salía “resabida”, se decía con toda naturalidad “ésta es más bruja que más que bailan en Cansoles”.
Pero sucedió algo que se extendió rápidamente, dando lugar a una leyenda que yo resucito para mis amables lectores.
Tal vez hayan pasado más de 300 años, cuando nuestro querido Monte Corcos era un vergel, lleno de frondosos y valiosos robles, salpicado de hermosas camperas con verdes y abundantes pastos que los ganaderos aprovechaban para su cabaña, adornado y perfumado por espinos blancos, escoba amarilla, además de manzanos y cerezos silvestres, y coronado por preciosos acebos, donde se cobijaba el faisán, que en los amaneceres daba la serenata a su amada, donde las abundantes ardillas jugaban de rama en rama, donde los jabalíes paseaban a sus rayones buscando la sabrosa bellota, donde, en las noches de otoño, se oía el imponente berrido del venado juntando a su harén y el lobo, de lejos, aullaba.
Era, en fin, cuando nuestro querido Monte Corcos no tenía horadadas sus entrañas, ni rota y arrugada su piel.
En aquel entonces, Guardo se acurrucaba alrededor de su Castillo, en el soleado Barrio de las Ollas –hoy Barrio de la Fuente- llamado así porque allí residían expertos artesanos del barro que fabricaban toda clase de vasijas que luego cubrían con bellos baños verdes y bermejos, tal vez heredados de sus antepasados árabes.
La agricultura era escasa, por esto los artesanos ayudaban su economía con un pequeño rebaño de cabras y ovejas, ya que los pastos eran abundantes.
Y fue precisamente que en una familia de estos artesanos vivía con sus padres una hermosa zagala, joven y alegre, a quién encomendaron el cuidado de su pequeño rebaño.
La niña obedecía gustosa, y todas las mañanas, ayudada por su noble mastín leonés, conducía su rebaño a los verdes pastos. Por la tarde, siempre contenta, regresaba y guardaba su rebaño en el aprisco.
Por aquellos días, en el pueblo se hablaba insistentemente de las Brujas.  Varios vecinos aseguraban haberlas visto recogiendo hierbas con las que preparaban sus brebajes, pues corría la segunda quincena de Julio, que era cuando las hierbas estaban en sazón.  Los pastores que dormían en el corral de la cabaña cercano a Cansoles aseguraban oír por las noches horribles algarabías y gritos.
Así que los padres de la joven pastorcilla la repetían una y otra vez -“Prudencia”.
La niña oía con respeto las advertencias de sus padres, pensando que eso de las brujas era un cuento.
La mañana de aquel dieciséis de Julio amaneció brillante y perfumada, un poco fresca, pero el brillante sol anunciaba que iba a calentar con fuerza.
Así que la zagala llamó a su noble mastín para que la ayudara a sacar su rebaño. Cruzó el Barrio de las Ollas y se dirigió al puente de piedra, para llevar su rebaño a los pastos de la Serna. Allí, el río Carrión formaba un recodo tranquilo en el que ella se bañó, lavó su ropa y peinó sus hermosas trenzas. Además, los pastos eran verdes y abundantes y los frondosos robles aseguraban fresca sombra a su rebaño. Hasta allí llegaba el suave perfume de la jara y las rosas silvestres.
No había nada extraño, pues su mastín la habría advertido. Todo estaba tranquilo.
Miró su zurrón y comió como de costumbre lo que su madre la había preparado. Se levantó para observar a su rebaño que había subido un poco más arriba para buscar la sombra de los robustos robles, pues el calor apretaba.
Recogió sus cosas y se decidió a seguir a su rebaño. Su mastín la esperaba y juntos subieron hasta la fuente de la Albariza, donde bebió de su fresca agua. El fuerte olor a sauco y manzanilla la envolvieron en un dulce sopor y poco a poco se quedó dormida.
No supo el tiempo que pasó hasta que la despertó una infernal legión de brujas que, con horribles gritos, la arrastraban hasta los cercanos Campos de Cansoles, donde la desnudaron para ofrecérsela como sabroso bocado a su macabro señor, un horrible macho cabrío con ojos de fuego que presidía aquel nefasto aquelarre.
La infeliz zagala, apunto del desmayo, sacó fuerzas como pudo y clamó:
–“Santísima Virgen, Sálvame”.
Oyó un trueno espantoso, seguido de un brillante rayo en cuyo lomo viajaba una hermosísima Señora que, sonriendo, la ofreció un manto para que cubriera su desnudez. La niña tendió sus brazos, pero no supo más, dulcemente se desmayó.
Todo el pueblo de Guardo se movilizó para buscar a la chica. Nadie dudó que se trataba de las Brujas y se dirigieron a los Campos de Cansoles, donde la encontraron rodeada de su rebaño. Su fiel mastín la protegía. Estaba viva, desnuda pero cubierta por un fastuoso manto marrón. Todos los campos estaban quemados y un fuerte olor a chamusquina lo invadía todo.

Pero de las Brujas, ni rastro.
Cuando la niña les pudo narrar lo sucedido nadie dudó que la Virgen del Carmen la había salvado.
Marcaron con piedras el lugar donde hallaron a la zagala y construyeron en él una ermita donde, hasta nuestro días, Guardo y su comarca venera todos los dieciséis de Julio a la Santísima Virgen del Carmen y a su Divino hijo el Santísimo Cristo del Amparo.
El ilustre escritor don Julio Caro Baroja tuvo la amabilidad de contestarme. Me aclaró que, cuando la Inquisición pegaba fuerte en Galicia, las Brujas buscaron la protección de estos alejados bosques, donde abundaban toda clase de hierbas medicinales que ellas manejaban con destreza para preparar sus bebedizas.

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